Una mañana, Aldonza Lorenzo se despertó en el granero vestida de princesa. La luz que le golpeó los ojos no fue la del alba y tampoco la tierra despeinada la esperaba con el rastrillo. Efectivamente, sin comprender ni cómo ni cuándo, se había convertido en Dulcinea.
Salieron a recibirla enseguida sirvientes que la vistieron y le prepararon el desayuno. No le dejaron trabajar en todo el día. Se miró las manos, que eran anchas y morenas y echó a llorar desconsolada. ¿Cuándo había perdido la esencia? Nunca llegaría a descubrirlo, pero había quedado atrapada en la imaginación de un hombre que no vivía muy lejos del Toboso.
Pasaría los años siguientes intentando coger la taza con el meñique estirado, yendo a festejos con la flor y nata de su aldea y manteniéndose pálida.
Una noche murió de cordura el vecino y volvió a ser Aldonza.
Ella misma mató un puerco, lo asó e hizo banquete con los labriegos.